“Voy a hacer una película sin dinero”
Semejantes palabras solo pueden salir de la boca de un loco. O de un pobre infeliz que va a coger su cámara para grabar a unos amigos protagonizando un video infumable. Quieres pensar que sigue en sus cabales, lo conoces, ha hecho trabajos profesionales con talento y cabezonería. Le has entendido mal, ha querido decir que está preparando un nuevo cortometraje.
“No, voy a hacer un largo. Si espero a que el destino me ponga el dinero en las manos no lo haré nunca. Quiero hacerlo y voy a hacerlo”
Palabras cargadas de energía. Las de un general vislumbrando el éxito de la batalla a vista de pájaro. Pero hay que pisar tierra. No es consciente de que debe escribir una buena historia que se sostenga una hora y media. Se olvida de que necesitará actores de verdad que puedan hacer creíbles los textos. No sabe lo complicado que es organizar un rodaje tan largo, editar el complejo puzle de una película, componer su banda sonora, posproducirla y no solo eso: conseguir envolverla en un paquete seductor para atraer al espectador. Pobre hombre, es un soñador. No se da cuenta de que es una misión condenada al fracaso, o, en el mejor de los casos, a la decepción. Ha sido un arrebato. Entrará en sus cabales. Mañana lo verá todo más claro.
“Quiero que tú interpretes a uno de los personajes de la película”
Definitivamente está enajenado. Pero no parece peligroso. Tiene familia e incluso se gana honradamente la vida con un trabajo a jornada completa. ¿Estaremos más seguros con él encerrado en una habitación acolchada? ¿O conviene dejarse llevar por su locura? ¿Podrá más la sangre que el dinero? La locomotora ya está en marcha. Se encendió hace meses. Es imposible pararla. Sólo queda ayudar a mantener la vía libre de obstáculos para llegar hasta el final. Esté donde esté.
Buena parte del trazado de vía es subterráneo, ajeno a los ojos del público. La locomotora escribe las estaciones por las que quiere transitar, dibuja con palabras los escenarios que va a atravesar y pone voz a los personajes que los habitarán. Sin dinero no hay naves espaciales, pero sí habitaciones donde se desatan emociones, calles que se recorren bajo el frío del invierno, escaleras protagonistas de dramas pasados y personas que podrían estar a nuestro alrededor. Seres de verdad, auténticos en su angustia personal, buscando el equilibrio, luchando por arreglar las cosas sin saber si lo conseguirán. Lugares y personajes que deberán saltar del papel a la realidad. Y estar cerca porque no hay dinero.
El tren sale a campo abierto buscando carbón que lo alimente: familiares, amigos y desconocidos que pronto dejarán de serlo. Juntos subirán la presión de la caldera. Revisiones de guión por parte de voces de confianza, solicitudes de permisos para rodar en localizaciones reales, equipo humano para sacar adelante un rodaje y esas personas en cuyas manos está buena parte de la credibilidad de una historia: los actores.
Si preguntas al viento por voluntarios para participar en una película, la brisa te traerá una tormenta de gritos. No basta con saber quién estaría dispuesto. Hace falta que sean buenos. O al menos lo suficiente como para que la película se sostenga, sea creíble y conecte con el público. El tren entra en un laberinto de interconexiones personales buscando los rostros que puedan sacar adelante el proyecto. Solo se les puede ofrecer sentir la velocidad en la cara si se suben al tren. ¿Podrían ser otros? ¿Podrían ser mejores? Un rayo sacude el polvo de la máquina y deja ver por primera vez sus nombres escritos en los asientos del primer vagón. La decisión ya está tomada.
Sin perder velocidad, el motor sigue arrastrando una bestia que no deja de crecer. Meses de preparación en la sombra que culminan con la máxima exposición: el rodaje. Días robados a las jornadas laborales de todos los que participan. Los fines de semana dejan de serlo para transformarse en las estaciones más concurridas de todo el trayecto. Todos deben llegar por sus medios a la hora y el lugar previstos, sabiendo perfectamente lo que tienen que hacer porque no hay productor que pague las horas extra.
No se rueda en orden cronológico, porque hay que ajustar medios y agendas. La ropa sacada de armarios domésticos debe ser la que corresponde a cada escena, nadie puede tocarse el pelo en dos meses y hay que cruzar los dedos para que ningún sarpullido de última hora arruine el plan de rodaje. Personas delante de la cámara y muchas más detrás. Controlando las luces y el encuadre, pendientes del contenido, sujetando la pértiga, cargando el maquillaje y los objetos creados para cada situación. Una solvente tarjeta de visita del psicólogo, un libro escrito por el padre del protagonista o unos dibujos que una artista de verdad ha creado para ponerlos en manos de un diseñador de ficción.
El rodaje empieza. Los pasajeros suben y bajan del tren según indica el revisor. Algunos han guardado su billete en el fondo de la cartera. Saben que les espera un extraño viaje, pero viven ajenos a la máquina humeante que atraviesa el calendario. De repente suena el silbato. Ya está aquí. El nuevo pasajero no conoce al resto de compañeros que llevan tiempo intimando en el vagón cafetería. ¿Podrá ser uno de ellos o pensarán que es un intruso que ha robado el billete? Si al menos alguien lo recogiera en la estación para indicarle el vagón correcto, podría intentarlo. Ella, la protagonista, rompe el hielo. “Tranquilo, yo soy fisioterapeuta”. Y la ficción cae sobre la realidad para ocupar su lugar.
La locomotora nos lleva hasta la primera parada. Una cafetería. El jefe de máquinas está demasiado ocupado para prestar atención permanente a cada uno de los engranajes que giran al mismo tiempo. Está claro. Va a ser una noche de tres. Dos actrices y un impostor. Un viaje de doble vía en el que personas y personajes se van a entrelazar para tejer una noche inolvidable. Riendo en las esperas y cambiando de nombre según se enciende o apaga la cámara. Por una vez importa más la credibilidad de lo irreal que la falsedad de lo auténtico. El nuevo mira alrededor y ve caras de aceptación. El billete sí era para él. Una noche así solo podía cerrarse con una falsa fiesta que termina siendo real.
El barullo del público jaleando el paso del tren cesa de golpe. El rodaje ha terminado. Un esfuerzo titánico para quienes más horas han invertido. La mayoría recoge su equipaje y se marcha a casa hasta el día del estreno. Bajo tierra, la locomotora sigue quemando combustible para dar forma a todo el material que ha acumulado durante el rodaje. Imágenes que pueden encajar de infinitas formas, pero solo una será la que vea el público. Es la hora de juntar las piezas, mirarlas desde lejos, quitar, poner y recomponer. El maquinista se asoma por la ventanilla para coger perspectiva con opiniones ajenas, pero el animal está en sus manos. De él depende su forma, tamaño, color y la música que sonará cuando haga su entrada triunfal. El túnel es más largo y oscuro de lo que parecía al principio. Apenas quedan viajeros con los que distraerse a última hora de la noche. Lleva año y medio pagando con una moneda que haría saltar los mercados de divisas: la pasión.
Ha creado una bestia que nadie ha visto. No sabe qué pensarán los demás cuando la vean. Es una hija de la que se siente orgulloso aunque no haya estudiado en los mejores colegios. No quiere que la miren diferente por sus orígenes. Es inteligente, es sensible y está deseando conquistar a quien se atreva a conocerla. Se llama “Escisión”, hija de Luis Vil.
Tráiler de la película “Escisión” (Luis Vil)