De pequeño quería ser cosmonauta. Nada de astronauta, esa versión espacial de vaquero rumiante de chicle, sino cosmonauta, un auténtico pionero. Mi ídolo era Gagarin, cuya sonrisa sencilla y franca me sigue dejando absorto; ni Armstrong, ni Collins ni Aldrin, ni los tres juntos supieron sonreír como él. La de Yuri era la sonrisa de la conquista sideral.
Conforme crecí, mi sueño se fue moderando. En mis últimos años de EGB, de camino hacia el almacén donde mi padre me obligaba a pulir piedra como compensación por mi capricho de ir al colegio, intuí que aquella marmolería era la única nave que iba a pisar. Sin embargo, quedaba la vía teórica. No importaba cuántas planchas de mármol tuviese que pulir, yo iba a ser ingeniero aeronáutico. No iría al espacio, pero ayudaría a que otros fuesen. Aún no sabía nada del padre de la cosmonáutica, Sergei Korolev, aunque para entonces yo era mucho más práctico y no me hubiese permitido soñar con parecerme a él.
Luego, todo fue rápido. Durante el primer año de instituto, diseñar una avioneta ya lo consideraba un logro, y en tercero tenía claro que no podría ir a Madrid a estudiar Aeronáutica. Ni siquiera disponía de medios para cursar Física en la universidad más próxima que ofrecía esa carrera, la de Granada. Así que estudié una ingeniería vulgar en mi vulgar ciudad.
La pequeña historia de mi sueño había comenzado con la llegada del hombre a la Luna y terminó en la época de la estandarización de los vuelos en lanzadera: un sofisticado patinete que no puede ir más allá de lo que Gagarin alcanzó en 1961 con el Vostok 1 (apenas una pelota de acero de dos metros de diámetro). El proceso de declive de la carrera espacial fue paralelo al de mi carrera imaginada. De alguna forma, el paulatino apaciguamiento del mundo coincidió con el mío.
Por supuesto, no fui consciente de este proceso paralelo; a veces, incluso me sorprendo diciendo que soy un hombre que se ha hecho a sí mismo. No es nada extraño: como la mayoría, soy experto en enterrar sueños. Tan eficazmente lo había olvidado que, cuando el pasado verano hice un viaje a Moscú, estuve a punto de irme sin haber visitado el Museo de la Cosmonáutica. Después de una semana allí, la mañana antes del vuelo de regreso, dudé entre varias opciones como despedida y pensé que este museo sería un paseo cómodo, el preámbulo idóneo para no sobrecargar la pesada tarde de aeropuertos y aviones que me esperaba. Supongo que unas camisetas con la sonrisa de Yuri que había visto en los puestos de la calle Arbat intervinieron en aquella decisión, en apariencia inopinada.
Es curioso qué emboscadas pueden prepararte los sueños desde su sepultura. Aquella mañana, la última, fue la más intensa y difícil que viví en Moscú. Tan ciego estaba que solo me di cuenta de la encerrona cuando entré en el paseo donde se levantan las estatuas de homenaje a Korolev, Gagarin, Tereshkova, y me encontré de cara con mis dioses. Al final del paseo, el Monumento a los Conquistadores del Espacio, con aquel cohete en lo más alto de la progresiva estela plateada, me obligó a preguntarme qué había sido de todo aquello. Hasta dónde puede renunciar el ser humano a sus sueños.
Yo había visitado las tumbas de Chéjov, de Bulgákov, Gógol, Stanislavski, pero no estaba preparado para aquel cementerio.
Aguanté el tipo hasta que llegué, dentro del museo, frente a la urna que contiene el traje de Gagarin. Fue ahí donde lloré. Todo esto es confuso y no sé hasta qué punto fueron lágrimas de autocompasión. A mí me pareció que dentro de aquella urna de cristal estaban encerradas, junto al traje del primer cosmonauta, no solo mis ilusiones, sino las de toda la humanidad.